La civilización del espectáculo, la sabiduría humana y la cruz

Predicación dada el 3er Domingo después de Epifanía (26 de enero de 2014) en la Iglesia Cristiana (Discípulos de Cristo) en Maunabo, PR.

Textos bíbicos: Isaías 9.1-4; Salmo 27.1-9; 1 Corintios 1.10-18; Mateo 4.12-25

Vivimos en un mundo de excesos. Con cientos de canales televisivos, otras muchas estaciones de radio y periódicos, nos encontramos entumecidos por el exceso de sonidos e imágenes. La publicidad nos bombardea e influencia en todas las direcciones. En esa vorágine aparecen caras y voces, figuras que establecen modas y estándares de vida. Y a pesar de todo, a pesar de que la sociedad en que vivimos parece estar llena de vida y actividad, a pesar de que las caras y las voces nos rodean de promesas de buena vida, hoy estamos en crisis.

El escritor Mario Vargas Llosa ha dicho que nos encontramos en la civilización del espectáculo. Vivimos—nos dice él—en “un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”.[1] Nótese, por ejemplo, que las canciones que pegan son “capote y pintura”. Nótese que de los artistas más conocidos muy pocos lo son por su talento y sí por su cuerpo o vestuario. Vargas Llosa nos dice que “[e]l político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma, que importan más que sus valores, convicciones y principios”.[2] Añade además que “el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”.[3]

Pero no nos equivoquemos. A pesar de que podemos estar de acuerdo con este análisis y pensar que existe algo desajustado en la sociedad que vivimos, la realidad es que todos participamos y promovemos esa sociedad. Lo hacemos cada vez que vamos de compras, vemos televisión, utilizamos el internet y juzgamos a los demás. Lo hacemos, incluso, cuando venimos a la iglesia. En ese sentido es inescapable. Sin embargo, podemos plantearnos un proceso de introspección que nos posibilite ver un poco desde arriba y cuestionar nuestros motivos.

Aproximadamente hacia el 55 EC Pablo escribió una carta a la iglesia en Corinto, congregación que él había fundado. Esta la llamamos 1 Corintios, no porque fue la primera carta que él les escribió (cf. 1 Co 5.9), sino porque es la primera de dos cartas dirigidas a la misma congregación que se encuentran en nuestro canon. Ahí él nos deja ver su corazón pastoral y cómo intenta resolver algunos problemas de su amada iglesia. Uno de esos problemas lo fueron las divisiones entre los hermanos.

De lo que se desprende de la carta, luego de Pablo haber fundado la congregación y haber partido a otros lugares a continuar su misión vinieron otros maestros a la iglesia. De los que conocemos podemos mencionar a Apolo y a Pedro (Cefas) o seguidores suyos. ¿Qué sucedió luego? La iglesia se fraccionó en bandos, cada uno con su líder favorito. Pablo les dice en la carta: “[L]os de Cloe me han informado de que existen discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros anda diciendo: «Yo soy de Pablo», «Yo de Apolo», «Yo de Cefas», «Yo de Cristo»” (1 Co 1.11-12 BJ).

Al parecer algunos hermanos y hermanas consideraron el mensaje de Pablo inferior al del resto de los maestros que pasaron por la iglesia. A su modo de ver, su mensaje era simple, sin gracia y sin aparente sabiduría. Por eso Pablo enfatizará en 1 Co 1.17-18 (BJ) que Cristo lo envió “a predicar el Evangelio, y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan—para nosotros— es fuerza de Dios”. Luego les dirá:

Yo mismo, hermanos, cuando fui donde vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no confié mi mensaje al prestigio de la palabra o sabiduría, pues sólo quería manifestaros mi saber acerca de Jesucristo, y además crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso, apoyando mi palabra y mi predicación no en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la demostración del Espíritu y de su poder, para que vuestra fe no se fundase en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios. (1 Co 2.1-5 BJ)

Para Pablo, el hecho de que la congregación estuviese dividida significaba que aún no había madurado. Eran “carnales”, “como niños en la fe de Cristo” (3.1-4 BJ). La iglesia de Corinto no había comprendido de lo que se trataba la cruz. No había comprendido que el Mesías no los había salvado con su belleza ni con un discurso lleno de sabiduría común sino con su camino a la cruz, con su apertura total al ser humano y su respuesta no violenta a nuestra maldad. Aún más, no había comprendido que el corazón de Dios está entre “lo plebeyo y despreciable del mundo” (1 Co 1.28 BJ). No era la apariencia, no eran los adornos en el discurso, sino el contenido que daba vida (el Cristo crucificado) lo que era importante. Esto tiene importantes implicaciones para la vida cristiana y la relación de cada creyente con la sociedad y aún la vida de iglesia.

Planteábamos al inicio que existe una crisis de modelos. Ni el artista, ni el político y ni siquiera el intelectual escapan a la frivolidad que celebra esta sociedad. Se debe afirmar de entrada que los cristianos tenemos un modelo supremo, y es Jesucristo. Es a él quien debemos seguir e imitar. Es la tarea de cada creyente vivir una vida cruciforme, una vida encaminada hacia la cruz. Ahora, ¿cómo se ve una vida cruciforme? Eso debe determinarlo usted en su propia circunstancia. Sería un error de mi parte imponer un criterio universal en su situación particular. Sin embargo, lo que representa la cruz por sobre todas las cosas es amor. Por tanto, tome un momento para pensar en 1 Co 13.4-7 (NTV) que dice:

El amor es paciente y bondadoso. El amor no es celoso ni fanfarrón ni orgulloso ni ofensivo. No exige que las cosas se hagan a su manera. No se irrita ni lleva un registro de las ofensas recibidas. No se alegra de la injusticia sino que se alegra cuando la verdad triunfa. El amor nunca se da por vencido, jamás pierde la fe, siempre tiene esperanzas y se mantiene firme en toda circunstancia.

El pasado lunes, 20 de enero de 2014 celebramos la vida y obra de Martin Luther King, Jr. Creo firmemente que es un ejemplo para todos los tiempos de una vida moldeada por la cruz. Este hombre hoy es reconocido porque luchó contra la discriminación injustificada que experimentaba su raza en los Estados Unidos. Además, fue un crítico de la guerra contra Vietnam, un pacifista. Él estuvo dispuesto a asumir las últimas consecuencias de sus posturas. Por eso dijo en su último sermón:

Nos esperan días difíciles. Pero yo no soy importante ahora. Lo que vale es que he llegado hasta la cima de la montaña. Y me tiene sin cuidado lo que pueda ocurrir. Me gustaría vivir una vida larga como quisiera hacerlo cualquier otra persona. La longevidad tiene su lugar. Pero eso no me preocupa ahora. Sólo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido escalar la montaña y llegar hasta la cima. Y he contemplado el panorama desde allí. Y he visto la Tierra Prometida. Tal vez no llegue allí con ustedes. Pero les aseguro esta noche que nosotros, como pueblo, llegaremos a la Tierra Prometida. Y me siento feliz esta noche. No estoy preocupado por nada. No le temo a hombre alguno. Mis ojos han visto la venida del Señor en gloria.[4]

Contrario a la frivolidad que impera en nuestra sociedad, creo que la vida cruciforme nos invita a enfocarnos en lo que realmente importa. Eso puede ser algo tan cercano como comenzar a tratar de una mejor manera a nuestra familia y establecer buenas relaciones como colaborar en la solvencia de las necesidades de nuestro pueblo. Puede ir a pasar un buen rato con sus amigos pero construya su casa. Puede irse de compras pero dialogue con sus hijos. Puede ver televisión pero juzgue lo que ve. Puede esparcirse pero aproveche el tiempo. Puede gastar dinero pero juzgue si es realmente necesario. Tenga a Dios primero y al prójimo muy cerca.

Un último punto que creo se desprende de las palabras del apóstol Pablo es el siguiente: la iglesia no es un lugar de protagonismo. Uno de mis profesores en el Seminario Evangélico de Puerto Rico nos contaba como le “rechinaban los dientes” cuando veía alguna congregación cuya promoción se reducía a promocionar a su pastor o pastora. En un sentido este fenómeno niega algo esencial de la iglesia: somos una comunidad; nuestro nombre nos representa a todos; todos somos importantes en la congregación. Pablo le dice a los corintios en 1 Co 11.27 (BJ): “[V]osotros formáis el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro con una función peculiar”. Todos somos el cuerpo de Cristo.

Que nos ayude Dios a ser imitadores suyos, a tomar nuestra cruz y seguirle. Amén.


[1] Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Madrid: Alfaguara, 2012), Posición 291, Kindle.

[2] Ibid., Posición 512.

[3] Ibid., Posición 453.

[4] William Fred Santiago, Venceremos: Recobro de Martin Luther King, Jr. (Cayey, PR: Mariana Editores, 2011), 101-2.