A inicios del evangelio de Lucas se relata la anunciación del nacimiento de Juan el Bautista. Hacen aparición Zacarías e Isabel, una pareja justa delante de Dios, en edad avanzada y sin hijos (1.6-7). Parece ser que el tener un hijo era el deseo de ellos, algo por lo que habían estado orando (cf. 1.13). Zacarías era sacerdote y un día que le tocaba servir en el Templo se le apareció el ángel Gabriel. Este le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien pondrás por nombre Juan. Te llenará de gozo y alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande ante el Señor.” (1.13-15) A pesar de lo sorprendente del evento, Zacarías dudó el anuncio hecho por el ángel y como señal quedó mudo hasta después de nacido el niño. Días después del encuentro entre Zacarías y el ángel, Isabel quedó embarazada. Ella se decía a sí misma: “El Señor ha hecho esto por mí cuanto ha tenido a bien quitar mi oprobio entre la gente.” (1.25) En Lc 1.57 nace el niño y la comunidad se alegra junto a Isabel del suceso. La opinión de la comunidad, que pensaba que una pareja estéril estaba bajo la maldición de Dios, cambió ante la realidad del suceso.
Todo niño judío debía circuncidarse a los ochos días de nacido. Lucas junta este evento con ponerle nombre al bebé (1.59). La gente quería que se llamara Zacarías, como su padre. Pero su madre dijo: “No; se ha de llamar Juan.” (1.60) En Lc 1.13 Gabriel le dijo a Zacarías que así se llamaría el niño. El padre, que ahora parecer estar también sordo, reafirma que se llamará Juan, que significa «Yahvé es favorable» (1.63). Al instante se le devolvió la voz, pues tuvo fe en las palabras que antes le fueron dichas. En el nombramiento de Juan estaban puestas las esperanzas de sus progenitores, que reafirmaban las palabras del ángel Gabriel: “[Juan] convertirá al Señor su Dios a muchos de los hijos de Israel e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para que los corazones de los padres se vuelvan a los hijos, y los rebeldes, a la prudencia de los justos; para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.” (Lc 1.16-17)
Hace varios años me dio curiosidad por conocer si mi nombre tenía algún significado. Busqué y descubrí de una página en internet que mi nombre (Edgardo) es de origen germánico y significa “Que defiende con lanza su tierra”. No está mal… ¿Por qué surgió en mí ese deseo? Tal vez fue porque me encontraba en mi adolescencia y estaba en búsqueda del sentido de mi vida. Tal vez quería saber si el nombre que me pusieron mis padres fue ex nihilo, creado de la nada, o si podía aportar a quien era yo. Pero este mensaje no se trata sobre analizar nuestros nombres…
Cuando unos padres tienen a un niño recién nacido ven en él un futuro lleno de grandes posibilidades. ¿A dónde llegará?—se preguntan. Estuvieron nueve meses haciendo preparativos, pensando sobre el nombre que le van a poner y lo reciben con todo el amor del mundo. Ahora, la vida nunca ha sido, ni es, color de rosas. Esos niños crecen, las circunstancias cambian, se modifica nuestro carácter y, en ocasiones, se pierde la “magia” del nacimiento. De momento Juan, el que representaba para mí el favor de Dios al nacer, es un estorbo. Se ha descarrilado por caminos oscuros y es difícil seguirle el paso. Ya son pocas las palabras de amor y las caras graciosas que le poníamos cuando era bebé. Abundan las tensiones y discusiones. Yahvé es favorable con otra gente, pero no con Juan y su familia. La traducción que hacemos de su vida es: “Ese hijo mío está perdido.” “Mejor lo tengo lejos que cerca.” “Ese niño es un problema.”
En la iglesia se da un ritual muy significativo para los padres y madres de infantes. Lo llamamos la “dedicación del niño al Señor”. A menudo la gente entiende esta práctica en un sentido mágico, como una garantía de bienestar, de que el chico o la chica tomarán el buen camino. Si somos consistentes y creemos en el libre albedrío, debemos sostener que el “chamaco” tomará su propia decisión cuando tenga la capacidad. Este rito no es tanto para el niño sino para quien lo presenta. La persona que dedica al niño o la niña hace un pacto delante de Dios de mostrarle un carácter cristiano a esa personita durante toda la vida y de darle amor para que crezca en bienestar. ¿O es que acaso después que los niños crecen dejan de ser hijos?
En la psicología existe un fenómeno que se denomina la «profecía auto-cumplida». El ejemplo por excelencia es este: A una maestra le asignaron un grupo de estudiantes por debajo del promedio pero le dijeron que eran los mejores estudiantes. A otra le asignaron un grupo con notas excelentes pero le dijeron que era un grupo pésimo. ¿Se imagina el resultado? El grupo “malo” mejoró sus notas dramáticamente mientras que el “bueno” las bajó. Todo lo determinó las ideas que tenían las maestras sobre sus grupos y el trato que le daban. Los estudiantes actuaron de acuerdo a las expectativas que se tenían de ellos. En nuestras relaciones de familia sucede igual.
Puede ser que sus hijos hayan fracasado en uno que otro asunto, que no se hayan encaminado por el lugar que se esperaba y que aún persistan en una actitud de rebeldía. La pregunta es: ¿qué nombre le asignará? Y hago otra pregunta: ¿dejará que las circunstancias decidan el futuro o pensará que el favor de Yahvé está consigo? Lo que Dios quiere hacer en su familia tiene mucho que ver con lo que diga y haga. Dicho de una manera más directa: Tú creas realidades, ya sea para bien o para mal.
A aquel que esté a nuestro lado pongámosle un nombre de bendición. Así como Isabel y Zacarías nombraron a Juan el Bautista basados en la fe en las palabras del ángel, así mismo nosotros nombremos a nuestros hijos con una esperanza que no se desvanezca. No abandonemos la esperanza cuando las cosas no vayan bien. Que siempre haya en nosotros la certeza de que Yahvé está de nuestro lado. Así nos ayude Dios, Amén.
Sermón dado en la Iglesia Cristiana (Discípulos de Cristo) en Maunabo el 16 de junio de 2013.