Sermón predicado en la Iglesia Cristiana (Discípulos de Cristo) en Maunabo, Puerto Rico el domingo, 14 de octubre de 2012. Como notarán este sermón es sumamente particular a mi denominación e iglesia local, por lo tanto les pido que lo lean como tal. Espero, de todos modos, que el llamado a la unidad y la tolerancia que aquí se expone sea la postura de todo aquél que se hace llamar cristiano.
En lo esencial, unidad; en lo no esencial, tolerancia; en todo, amor. Este es el mensaje que orgullosamente anuncia nuestra congregación al mundo mientras la guagua de nuestra iglesia va en búsqueda de los hermanos los días de nuestras reuniones. Esas palabras fueron escritas por Ruperto Meldenio (1582-1651), un teólogo y educador luterano que, en un momento que su iglesia se encontraba dividida por diferentes pensamientos, buscó la unidad en lo esencial. Esas palabras tuvieron validez en ese entonces y la continúan teniendo hoy. Es que la iglesia a lo largo de toda su historia siempre ha estado dividida. “Cada cabeza es un mundo” – afirma un dicho popular.
Desde los inicios de la obra cristiana se levantaron divisiones dentro de la iglesia que fueron síntomas de separación. En este sermón vamos a explorar en el libro de Hechos de los Apóstoles dos respuestas a las diferencias de pensamiento. La primera respuesta la encontramos en Hechos 6.1-7:
Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: «No está bien que abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos del Espíritu y de saber, para ponerlos al frente de esa tarea; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra.» La propuesta pareció bien a toda la asamblea, y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito antioqueno. Los presentaron a los apóstoles y, después de hacer oración, les impusieron las manos.
La palabra de Dios iba creciendo. El número de los discípulos se multiplicaba considerablemente en Jerusalén; incluso una gran multitud de sacerdotes iba aceptando la fe.
Para entender este pasaje primero debemos identificar dónde surgió el cristianismo. Jesús y sus discípulos fueron oriundos de la Palestina del siglo I, eran judíos y hablaban arameo y hebreo. Fue entre gente similar a ellos que creció inicialmente la iglesia. Había unidad cultural, idiomática e ideológica en el grupo. A ellos se les llamaba hebreos. En el fervor inicial, “[l]a multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común” (4.32). Pero, ¿qué sucedió? La iglesia creció y se extendió a otros judíos que ya no compartían la cultura y el idioma; estos fueron los helenistas. Los judíos helenistas habían tenido educación en la cultura griega impulsada por Roma y hablaban griego. Los helenistas tenían otra diferencia con respecto a los hebreos: mientras para los hebreos el Templo de Jerusalén continuaba siendo parte importante de su fe (2.46; 3.1; 5.12,21), los helenistas no le veían al Templo significado salvífico alguno (7.48-50).1 Es cuando hay diferencias que los prejuicios se hacen visibles y sale la peor parte de la gente. Lamentablemente, en la iglesia primitiva no fue diferente. La iglesia hebrea, el grupo mayoritario en ese entonces, forzó a los helenistas a ser como ellos en su pensamiento teológico eliminándoles el acceso al fondo común que tenían sus viudas, quienes dependían de ese apoyo.2 Los hebreos buscaban la homogeneidad, que todos fuesen iguales.
Los reclamos no se hicieron esperar, los helenistas se quejaron, alzaron su voz y condenaron la injusticia. Los apóstoles, siendo ellos hebreos, convocaron una asamblea y llegaron a unas conclusiones bien interesantes. Por una parte, no obligaron a los helenistas a ser como ellos y, por otro lado, les confirieron poder administrativo. Todos los nombres que aparecen en el v. 5 son griegos: Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás. Aquel grupo que era presionado por ser diferente ahora podía dirigirse a sí mismo y persistir en su manera particular de pensar.3 Esto nos lleva a un punto que es céntrico para nuestra denominación Discípulos de Cristo: la iglesia es un grupo heterogéneo.
Contrario a otras denominaciones, la nuestra no tiene un credo o confesión que todo el mundo debe afirmar. Todos los católicos alrededor del mundo deben afirmar el Catecismo de la Iglesia Católica Romana, otras muchas iglesias afirman el Credo de Nicea como el mínimo para ser miembro de tales congregaciones. Para los Discípulos de Cristo nuestro credo es Jesús. Si eres seguidor de Jesús, eres cristiano y un hermano en la fe. Por lo tanto, los Discípulos valoramos la unidad aún en las diferencias teológicas. Lo esencial en nuestro pensamiento es la vida y obra de Cristo; en otros asuntos podemos diferir en amor. Tomás Campbell, uno de los padres de nuestra denominación, dijo en su Declaración y Proclama:
Que la iglesia de Cristo sobre la tierra es esencial, intencional y constitucionalmente una, y la forman todos aquellos que, en cualquier lugar del mundo, profesan fe en Cristo y obediencia a él en todas las cosas según las Escrituras, manifestándolo por su temple y conducta. Cualquier persona que no cumpla esto no puede ser llamada verdadera y propiamente cristiana.
Una segunda respuesta a las diferencias la encontramos en Hechos 6.8-7.60. Aquí encontramos a Esteban, líder del grupo de los cristianos helenistas, “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (6.5). “Esteban, lleno de gracia y de poder, realizaba grandes prodigios y signos entre el pueblo” (6.8). Algunos judíos no-cristianos, que pertenecían a una sinagoga griega, “se pusieron a discutir con Esteban; pero no eran capaces de enfrentarse a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (6.9-10). Entonces sucedió lo que sucede donde abunda la intolerancia: hubo violencia. Llevaron a Estaban ante el Sanedrín, aquellos mismos que habían enjuiciado a Jesús, y dijeron mentiras sobre él. Mientras Esteban exponía su caso, “se consumían de rabia por dentro y rechinaban sus dientes contra él” (7.54). Finalmente le dieron muerte porque no podían tolerar que alguien pensase diferente a ellos. Estos judíos mataron al primer cristiano porque una novedad en su doctrina era inconcebible, y, aún más, porque no podían concebir por un instante que pudiesen estar equivocados.
La intolerancia de la que habla este pasaje nos refiere a las diferencias, no solamente entre los mismos cristianos, sino también a las que se dan con gente que no es creyente. ¿Podría ser que la iglesia de hoy se esté comportando con la misma violencia de los judíos en este pasaje? En la Edad Media existen muchos ejemplos de personas que fueron contra la iglesia y, dado que la iglesia tenía poder político, la respuesta fue la hoguera, el exilio y la excomunión. Aún protestantes se han matado unos a otros en diferentes momentos. ¿Podría ser que la violencia de nosotros hoy no sea física pero sí emocional y psicológica? ¿Cómo nos comportamos con aquellos que diferimos?
Tomás Campbell, cuando escribió su Declaración y Proclama, documento que sentó las bases para lo que luego sería el Movimiento de Restauración del que surgió nuestra iglesia, estuvo sumamente influenciado por John Locke. “Locke afirmó que nadie tiene el derecho de imponer su creencia sobre otro; y él estuvo entre los primeros en llamar a la tolerancia religiosa, en definir la iglesia como una sociedad voluntaria, y en afirmar que la fe era un acto intelectual.”4 Nuestra denominación se construyó sobre el principio de la igualdad y dignidad de todos los seres humanos. Nada, ni siquiera nuestra creencia, hace a alguien menos que nosotros. Ante Dios todos somos iguales, a todos nos ama igual y todos tenemos derecho a escoger nuestra vida.
Una manera de identificar qué pensamos del otro está en cómo nos dirigimos a él cuando le expresamos nuestra fe. Si el mensaje es unidireccional, únicamente de nosotros hacia él, ya nos hemos separado del ejemplo del Maestro. En este caso no nos ponemos a la misma estatura de la persona, más bien nos hacemos ver como “la última Coca Cola del desierto”, nos volvemos salvadores, Rambos de Cristo. Queremos que el otros nos acoja pero el otro no es acogido por nosotros. En contraste, Jesús comía y bebía con los pecadores y eran esas tertulias el contexto de palabras de esperanza y vida. Era ahí, en un compartir integral de persona a persona que el Espíritu se movía y convencía a la gente sobre la veracidad del mensaje de Cristo. En otros momentos Jesús iba por los caminos anunciando el Reino de Dios y simultáneamente iba sirviendo a las multitudes sanando sus cuerpos y liberándolos de Satanás. Sobreabundaba en Jesús la compasión hacia aquellos que necesitaban del Reino y, al mismo tiempo, la crítica a las estructuras que hacían que la gente viviese en pobreza espiritual y material. Creo que hoy día la iglesia debe revisar el contexto y las formas que lleva su mensaje.
Una tendencia contemporánea de predicación utiliza un lenguaje sumamente violento, lenguaje de guerra (ej. “con los hijos de Dios nadie se mete”). Los cristianos, en la boca de estas personas, son militares que ven en todas las estructuras, en todo aquel que es diferente, enemigos potenciales. El impío llegará a Dios sintiéndose como escoria ante toda esta gente purificada y separada para Dios. El enfoque es ganar el argumento, en ser la fuente de la verdad, la mismísima boca de Dios en la tierra. El arrepentimiento llega al nuevo converso luego que un proceso de crítica continua, de despedazar su mente, de magullarlo por sus intolerables fallas a Dios. Falta la esperanza porque Dios está enojado, muy enojado. Y ya sabemos lo que le espera al que no sea como nosotros. Un ejemplo lamentable de este tipo lo encontramos en el predicador Jonathan Edwards, un personaje importantísimo que avivó la obra evangelizadora en Estados Unidos en el siglo 18.:
La tragedia llegó en la cúspide del celo religioso de Northampton en 1735 cuando el tío de Edwards, Joseph Hawley, un rico y respetado mercader de Northampton, cometió suicidio como resultado de la desesperación psicológica por las exhortaciones implacables de Edwards sobre el pecado y el infierno. Una especie de manía suicida siguió en la comunidad, y la confianza de la gente en su nueva espiritualidad se enfrió rápidamente. Ni una sola adición vino a la congregación por cuatro años.5
¿Por qué este mensaje? – se podrán preguntar. La respuesta está en nuestro mundo globalizado, un mundo cada vez más grande gracias a los grandes avances en las telecomunicaciones, un mundo en que las diferencias serán visibles a todos y la iglesia tiene que tomar una postura. Ante este panorama tan diverso la iglesia tiene dos opciones: hacerle la guerra a ese mundo desconocido que se abre ante nuestros ojos o buscar la paz y la unidad a pesar de las diferencias. Esto no significa ceder a nuestro mensaje. Lo que significa es ser diplomático y respetar la dignidad del prójimo. Siendo claros en nuestra esperanza y dando testimonio de nuestra fe seremos instrumentos útiles a Dios para traer vidas a sus pies.
La iglesia tiene el reto de propiciar la unidad con todo aquel que confiese a Cristo como Señor y Salvador. Evaluemos nuestros caminos. ¿Hemos ofendido a algún creyente por alguna diferencia en doctrina o pensamiento? ¿Hemos desplazado a Cristo del centro de nuestras conversaciones y hecho alguna doctrina secundaria causa de división?
La iglesia tiene el llamado de entrar en diálogo respetuoso con los no-creyentes y la responsabilidad de serviles. ¿Se habrá expresado nuestra iglesia de manera hostil hacia todo aquel que no es creyente? ¿Habremos herido la dignidad de alguien con nuestras palabras? ¿Seremos tan buenos sirviendo al prójimo como predicando? ¿Qué hizo Jesús? Uno de mis profesores dice que lo que debe resultar de nuestra prédica es sanidad mental y vida abundante. ¿Cuáles han sido los resultados de nuestro mensaje?
Dios nuestro, gracias por las palabras de vida que hablas a nuestra vida. En respuesta a este mensaje, te rogamos que como comunidad de fe propiciemos la unidad entre todos aquellos que confiesen a Jesús como Salvador. También te pedimos que podamos dar testimonio de ti a los no-creyentes reconociéndolos como criaturas tuyas, como recipientes de tu amor. Ayúdanos a serviles y a hablarles de ti con sabiduría para que en sus vidas haya sanidad y salud emocional. En el nombre de Jesús, tu Hijo amado, oramos,
Amén.
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